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Grabado del Hijo pródigo de la Biblia de J. B. VERDUSSEN
(Amberes 1715) |
LA CASA DE LA PALABRA
Este texto corregido y actualizado fue publicado como Introducción en mi libro: Abdón Moreno, Pródigo de la palabra, Ed. Indugrafic,
Badajoz 2008, pp. 13-18.
Ayuno de Palabra, el hombre bracea por las esquinas de
la historia al ritmo que le marcan las voces de su existencia. Como pródigo
eterno vuelve una y mil veces a la casa
de la Palabra
para desentrañar su sentido y para entenderse a sí mismo, para convertir la voz de la vida en Palabra.
Algo así me ha pasado a mí; por ello con asaz gratitud
debía levantar acta de un largo camino de veinticinco años (1984-2008) al
servicio de su casa. Servir en esa casa, la de la Palabra, es con mucho lo
mejor que me ha pasado en mi vida. Aunque, con frecuencia, ese servicio
azurumbado se haya reducido a la misión del aya que espabila la badila para
atizar el brasero de la casa.
La casa, en este caso, estuvo en Badajoz, en Roma, En
Friburgo, en Jerusalén y en Santiago de Compostela, con cientos de alumnos que
compartieron conmigo la fascinante tarea de buscar el rostro de la Palabra. A lo que debo
añadir la grata experiencia de impartir lecciones en la Formación permanente del clero de varias
Diócesis españolas e italianas. Vaya desde aquí un agradecimiento más que
cordial a mis alumnos, a los que son y a los que fueron, porque con ellos y por
ellos crecieron estás páginas y, sin duda alguna, crecí yo también por causa de
ellos.
Un recuerdo agradecido, también, para la Casa Internacional del Clero en Roma -donde tanto aprendí de los grandes hombres de la
Iglesia-, y para el Centro de investigadores de La
Iglesia Española de
Santiago y Montserrat, mis dos casas en
Roma, donde cuajaron muchas de estás páginas.
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Bajorelieve del retablo plateresco de Talavera la Real (s, XVI) |
1. Encuentro
personal con la Palabra
La amistad
con la Palabra
va creciendo a base de encuentros interpersonales, cara a cara, donde lector y
texto se miran a los ojos con nobleza y transparencia.
Como pródigos eternos volvemos una y otra vez a la
casa del Padre, a la casa de la
Palabra para escuchar los cinco verbos que mejor describen el
corazón del Padre: lo vio, se conmovió,
echó a correr, le echó los brazos al cuello y se lo comía a besos (Lc 15, 20). Aquí se encierra el
gran misterio del encuentro del hombre con la Palabra eterna, cuando
abre su corazón para acoger los besos de la Palabra, cuando su libertad le deja vivir la
experiencia de su abrazo. ¡Es el estilo y las maneras de Dios para quién vuelve
a su casa! El mejor vestido, el anillo, las sandalias en los pies, el novillo
cebado y una gran fiesta: ése es el ajuar del encuentro.
A estas alturas, así me siento yo, como un pródigo
abrazado por la Palabra
que escucha música de fiesta en la casa del Padre y contempla el ternero sobre
la mesa de la vida. De ahí el título y el icono del Hijo Pródigo sobre la
portada de este libro: es historia y augurio, es promesa y método para mi
existencia histórica: ¡Volver, volver sin cesar a la casa del Padre, allí está
el hogar de la Palabra!
Ahí está la libertad suprema. Se da pacíficamente por convenido que quien tiene
casa tiene libertad, al menos según la ley romana. Eso nos explica que el hijo
es verdaderamente libre en su casa, en la casa de su Padre.
La Palabra tiene en lo
humano su manida y no dejará de tenerla nunca. Por ello, me sé de corazón y de
alma cuán pedregoso es el camino que nos lleva al manadero de la casa de la Palabra, camino siempre
cercenado por mis ayeres, y en los que cada texto ronea posando sus labios
sobre mi frente de invierno, cuando no nos da la espalda de manera sucesiva.
Cuando el texto sana y cura, ilumina y transfigura la
fragilidad de lo humano, es la hora de la belleza y del señorío del Verbo que
me aclara a mí mismo y me hace entenderme. Me desentraña. Porque he sido creado
en el Verbo y soy recreado por él, en esa Palabra me entiendo y me desvelo en
lo más profundo de mi mismo, de mis entrañas, de mi debilidad y mi fuerza, del
miedo y la esperanza. Y es que cada manantial se embellece con sus legamos. Cuando
un hombre se desmadra es cuando pierde la casa paterna, cuando renuncia a sus
propias raíces, y esa renuncia le desarraiga, le despadra -si se me permite el
neologismo-, le queda en orfandad perpetua, sin padre y sin madre. Es la hora
de la esclavitud permanente, justo
porque un hombre sin casa no puede ser
un hombre libre. Cada uno a su guisa. Como diría Lope de Vega: ¿Qué importa nacer laurel y ser humilde caña?
Hemos dicho belleza y señorío del Verbo, con ello
quiero pedir cita al ideal griego de lo bello indisolublemente maridado con lo
bueno, que se convirtió en el principio clásico: nulla aesthetica sine ethica.
En nuestros días, Wittgenstein proclamó la misma idea en el aforismo 6421 de su
famoso Tractatus: “Ethik and Ästetik
sind Eins” (Ética y Estética son una sola cosa). La belleza del texto nos hace
mejores, nos hace buenos; y la bondad de sus páginas nos transfigura, nos hace
más bellos. Es una ley irrenunciable. De ahí, el fascinante poder
transfigurador de la Palabra,
cuando se produce la amistad entre el
texto y el lector, cuando la
Palabra invita a responder y el lector lo hace con la oración
de su vida. No es baladí recordar aquí al Concilio Vaticano II cuando
recomienda que “Cada cristiano debe adquirir una familiaridad orante con la Sagrada Escritura”.
Recuerdo con gozo una tertulia, en Roma en el Biblicum, con el Card. Martini, el 23 de
mayo de 2002, que resume mejor lo dicho hasta ahora. Explicó tres pasos
fundamentales de su relación con la Sagrada Escritura:
a) Esta página habla
de mí, es un espejo donde me entiendo a mí mismo. Así pues, reconozco algo
de mí en David y Jeremías, en Job o Qohelet, en Pedro o en Pablo, en el Joven
rico o en la Samaritana;
b) esta página me
habla a mí, me interpela, me llama, me grita, me consuela, me conforta, me
sana y me salva;
c) está página me
invita a responder: responder con diálogo que es oración, porque Aquél que
me habla es Alguien a quien yo puedo tratar familiarmente.
2.- Universalidad
de la Palabra
Con ojo avizor yo quiero cantar hasta morir romero. Y
es que soñaría con León Felipe que sean todos los pueblos y todos los huertos
nuestros:
Sensibles a todo viento / y bajo todos los cielos; /
poetas, nunca cantemos / la vida de un mismo pueblo / ni la flor de un solo
huerto. / Que sean todos los pueblos / y todos los huertos nuestros.
La voz del poeta insiste en la universalidad acendrada
de los pueblos y los textos y en la misión del poeta de prestarle la voz. Qué
bien nos viene a los lectores de la
Biblia recordar que cada vez que hacemos un canon en el
canon, y cantamos la flor de un solo texto, reducimos a paisaje otoñal la
primavera del huerto. ¡Cuántos pueblos y cuantos textos han dejado su huella en
la Sacra Pagina!
Atender a su alegre sinfonía, y prestarle voz a todos ellos, no sería sino
entrar en la perspectiva justa de su comprensión y su universalidad. Admirar
esa inmensa corriente magmática que procede del misterio del Canon, de su inmensa belleza y complejidad, que pasa
de los reyes, profetas y los sabios de Israel hasta el NT, y respetar y acoger in corde eclesiae su misterioso
dinamismo de literatura sagrada, deberían concitarse en el lavorío del lector
de la Biblia.
He dicho universalidad; y lo digo en dos direcciones
complementarias. La una, dimana de la propia complejidad interna del texto
bíblico que tiene mil años de historia. Desde el Génesis hasta el Apocalipsis,
cuánto pueblo y cuánta lengua, cuánta guerra y cuanta bonanza, cuánto miedo y
cuánta esperanza. La otra, proviene de la diversidad cultural de los lectores
con su propio universo ideogramático y simbólico, con su propio ideolecto estético. Mis años de
profesor de Biblia en Roma, tuvieron que vérselas con alumnos de más de sesenta
nacionalidades, cada uno de su padre y de su madre, -expresión coloquial que
refleja las raíces culturales de una persona-, y algo sé de la enorme
dificultad que supone hacer inteligible dos universos culturales diversos. ¡Ya
me dirán qué tiene que ver un coreano con un extremeño, o un japonés con un
alemán!
3.- El alfar de la exégesis
Hoy es lugar común sostener que el
lenguaje condiciona las ideas, que el pensamiento de cualquier cultura sólo
puede darse en forma de palabras, dentro de la gramática de una lengua
determinada. Cuánto sudor se llevan las gramáticas de las lenguas orientales
para vislumbrar sus culturas. Viene ahora a mi memoria la conocida afirmación
de Nietzsche: “Oh, la gramática, esa vieja zorra engañadora. Pienso que
mientras exista la gramática seguirá habiendo Dioses”.
La ley de la encarnación del Verbo
somete a la Palabra
a una debilidad y a una kénosis que
le es, particularmente, propia, al someterse ella misma a la fragilidad del
lenguaje y a la pluralidad de culturas, tradiciones y traducciones. ¡Qué débil
y qué humana se hace la
Palabra al pasar por tantas manos, qué kénosis más honda, como si su destino fuera pasar de mano en mano!
Los textos son musa, duende y alfar para el biblista. Van
pasando –como diría D´Ors− de la anécdota a la categoría a través del ángel.
¡Cuánto de alfar tienen las largas horas de la exégesis hasta que llega el
ángel! Pero el duende entrañable que lleva dentro el texto, recompensa con
creces la aventura apasionante de
amasar sus versos con la saliva de las entrañas; qué es sino la
ingente tarea de desentrañar un texto desde el pulpito o la cátedra, cuando no
desde la oración privada o la lectio
divina. El abrazo tierno con que paga la verdad de la Palabra alfarera a los que
buscan desinteresadamente sus ojos, hace gritar al lector: ¡Qué bien se está aquí, hagamos tres tiendas!
Es justo, a la postre,
que deje constancia de mi alfarería
al cumplir las bodas de plata como profesor de Sagrada Escritura. Le dejo al
lector la reseña del barro que he
amasado estos años con el vaho de mi aliento. Sino he hecho más y mejor es
porque no doy más de sí. Unos cuantos libros, unos ochenta ensayos/papers en
revistas especializadas, y un centenar de recensiones en las mismas, que dan
cuenta de mis lecturas y de la alfarería de estos años al servicio de la Palabra de Dios.
Cuando bien conmigo pienso, la Palabra viene a ser la
urdimbre recia sobre la que tejen mis hilanderas. Que me deje el lector hacer
una trenza con los estudios de mis colegas para aprender antes, tejer después y
juzgarlos muy luego. Allá van mis recensiones. Os entrego algo de lo que, a mi
vez, de tantos recibí. Las ordeno en cuatro bloques temáticos: Biblia,
Teología, Patrología, Estética y Retórica. Queden aquí como un gesto de
agradecimiento a lo mucho que aprendí de mis colegas en diálogos entrañables y
con las lecturas ilustradas de sus trabajos. Lorca lo dijo mejor: Compañero del alma, compañero… tenemos que
hablar de muchas cosas, y seguiremos haciéndolo.
4.- El misterio de
la vida del texto
Antes que nada, la vida del texto es un misterio que se nos escapa de las manos,
que nos sobrepasa con creces. Para unos espuela, para otros medicina; para éstos
sosiego, para aquellos desconcierto; para unos luz, para otros cruz; para aquellos
transfiguración, para éstos purificación. Se trata, simplemente, de la infinita
poliedricidad del corazón y las entrañas del texto habitado por el Espíritu que
hemos de desentrañar.
Como un ciego que tiene un pájaro entre sus manos…
siente sus latidos, le oye respirar, comprueba como se estiran sus músculos
porque quiere salir en libertad; sufre incluso algún picotazo, acaricia el
terciopelo de su plumaje, pero a la sazón no disfruta de sus colores, no puede
captar la totalidad de la belleza de su pájaro... se le escapa de las manos. No
obstante este ciego quiere ver… ¡a través del tacto, del oído, del olor, aunque
se le escape el color! Es otra forma de mirar y de ver. Mira con los oídos, ve
con el tacto, y le duele hasta el aliento por escuchar los ojos de su pájaro. ¡Qué
dislate que un ciego insista en ver los ojos de su pájaro!
Algo así le sucede al lector que recibe y percibe la
vida del texto, su calor y movimiento, su palpitar, sus músculos, su propia
grasa…, y a la sazón no atisba a verlo del todo, y ha de mantenerse con
esfuerzo en el alfar con los ojos de la fe, mientras reza con esperanza con el
ciego del evangelio: ¡Señor, que vea!
(¡Domine, ut videam! Lc 18, 41). A la
postre: siempre pródigo de la casa de la Palabra.
El lector modela y adapta el texto sagrado a la vida,
por eso le da cuerda, y lo aviva como
una llama que le ha sido confiada y regalada, bien consciente de que el
misterio del texto nos sobrepasa siempre, porque nos sobreabunda el Espíritu
que lo habita. Esa es la sobreabundancia
de "la Palabra de su gracia";
puesto que en el régimen de la Nueva Alianza el único Logos cristiano es el evangelio de Jesucristo que, a la sazón,
siempre y en todo lugar ejerce su primado y primacía como gracia. Es justo por ello
que "el evangelio de la gracia de Dios" sea considerado en el retiro
de Mileto también como "La
Palabra de su gracia". No es saldo escaso. ¡El texto es la casa del Espíritu Santo! Sin duda una
casa agraciada, graciosa y gratificante para su lector amigo.
Termino haciéndole una confidencia al lector iniciado. Doy la última redacción a este ensayo, en Roma, con toda la carga de inmensidad y universalidad que esta ciudad transfiere a quien la observa con honestidad. Después de asomarme con modestia a la teoría literaria y a la Estética de la recepción y a la complejidad entrañable de ambas hago mías las palabras de Eugenio d´Ors: “En Roma (…) tu maestro será todo el arte del mundo, todo el arte con prestigio de eternidad. (…) La primera impresión ante tanta grandeza es que nuestro pobre esfuerzo nada podrá añadir. Todo está dicho»[9]. Esta gran verdad la vuelvo por el reverso con S. Agustín:
“Es más seguro el deseo de conocer la verdad que la necia presunción del que toma lo desconocido como cosa sabida. Busquemos como si hubiésemos encontrado y encontremos con el afán de seguir buscando. Pues, cuando el hombre cree acabar, entonces es cuando empieza”.
Dr. Abdón
Moreno García
Investigador
I + D
Centro de Investigadores de la
Iglesia de España en Roma
29 de Junio
de 2008,
Fiesta de S.
Pedro y S. Pablo,
comienzo del
Año Paulino.
Revisado y
ampliado el 1 de
Enero de 2019,
fiesta de
la Madre de Dios